— Hoy,
en esta isla, ha ocurrido un milagro — la reportera leía el teleprompter sin
apenas cambiar su expresión — Un hombre de cincuenta años ha sobrevivido a la
caída desde un octavo piso. — Eli tenía los ojos rojos, hacía ya dos noches que
no podía dormir. Estaba viendo por enésima vez la repetición de las noticias en
el canal 24 horas. A su lado, en una mesita, se hallaba una taza con restos de
una infusión ya fría. Sobre sus piernas reposaba 1984 de Orwell y eran
aproximadamente las cuatro de la madrugada. No lo podía entender. ¿Por qué no
podía dormir? Cuando se acostaba, cansada, cerraba los ojos y nada ocurría.
Nunca había tenido una dificultad similar, jamás había tenido problemas para
conciliar el sueño, pero ahora se había vuelto tarea imposible. Suspiró. Miró
el reloj de pared, volvió a mirar a la presentadora que ahora hablaba sobre el
robo en una joyería.
Eli se
levantó y se dirigió a su habitación. Se calzó sus botas, se puso un abrigo de
los muchos que colgaban en su armario y protegió su cuello con una bufanda de
punto bastante gruesa. En la mochila guardó su cartera y sus llaves y, no sin
antes despedirse de su gato Nix, salió de casa. Había nevado un poco, lo
suficiente para cuajar; su aliento emitía nubes de vaho blanco que se
evaporaban hacia el cielo negro. Empezó a caminar con las manos en los
bolsillos, sin un rumbo fijo, quizá pasear un poco le vendría bien. Podía
escuchar el crujido de la nieve bajo sus pies, esa era una de sus sensaciones
favoritas. Además, el silencio nocturno le permitía disfrutarlo bien. La calle
estaba desierta y se apreciaba el murmullo del viento entre los árboles. En ese
momento, divisó una luz a lo lejos de lo que parecía ser un establecimiento. No
era la primera vez que paseaba por esa calle de noche y jamás se había
percatado de que hubiese un local abierto a esas horas en su barrio. Como
tampoco tenía nada que hacer, decidió dirigirse hacia ese lugar.
A
medida que iba llegando, pudo ver que se trataba de una librería o algo
similar. Fuera colgaba un cartel con el dibujo de un libro y, a través de las
ventanas, podía distinguir estanterías y un fuego que ardía en una chimenea. Al
llegar frente a la puerta se quedó quieta unos instantes con las manos aún en
los bolsillos. El aire frío mecía su melena y adormecía sus mejillas.
Entrecerró los ojos ante un cartel que había en la puerta y leyó: «Club de
lectura Oniros». ¿Desde cuándo había un club de lectura en su barrio? Siendo
asidua a la biblioteca y fiel cliente de la única librería que se podía
encontrar en esa zona, ¿cómo era posible que nunca hubiese oído hablar de dicho
club?. Además, ¿por qué estaba abierto a esas horas?.
Tocó
la puerta sin vacilar. Tres golpes secos que resonaron en toda la calle. Pero
no obtuvo respuesta. Volvió a repetir los tres golpes con sus nudillos.
Entonces oyó crujir la puerta, que poco a poco se fue abriendo ante ella. Un
aroma a café, canela y vainilla la embriagó. El calor del fuego que se escapaba
por la puerta despertó la circulación de sus mejillas. Bajó un poco la vista y
vio a un anciano decrépito que la observaba incrédulo: — ¿Qué hace usted aquí?
—preguntó con mucha curiosidad. Eli se sintió algo incómoda y titubeó un poco,
mirando al suelo. Al alzar la vista de nuevo respondió: — No puedo dormir. Hace
cuarenta y ocho horas que no logro conciliar el sueño y… — Eli no sabía si
esta respuesta era la más adecuada, pues estaba ante un extraño, pero la falta
de sueño le hacía hablar casi sin pensar — ¡Maravilloso!— la interrumpió el
anciano — ¡Tenemos una nueva lectora en nuestro club! —. Algo confusa, aceptó
la invitación y entró.
Se
sentó en una butaca de piel, grande y mullida. El espacio era extremadamente
acogedor: numerosas estanterías guardaban una enorme colección de libros que
prácticamente ocupaban todas las paredes. En el suelo, alfombras clásicas
amortiguaban los pasos. Había diversas butacas dispuestas en círculo alrededor
de una mesita repleta de pastas, té y café, junto al fuego. Frente a ella se
encontraban varias personas que la observaban con curiosidad. Debían ser
miembros del Club.
— Bien, querida — dijo el anciano cerrando la puerta tras de si — ¿Cómo te llamas? —.
— Me
llamo Eli — respondió, mientras con la vista no dejaba de analizar cada detalle
del curioso habitáculo — ¿Me pueden explicar qué es esto? —.
—
Bienvenida al Club de lectura Oniros. Este club es para insomnes a los que les
apasiona leer. — Eli se estremeció. ¿Estaba soñando?
Sin
duda era una situación muy extraña. Había pasado de estar en su casa sin poder
conciliar el sueño, a estar en un supuesto club de lectores incapaces de
dormir. Pensó que quizá sería mejor quitarle importancia al asunto y
simplemente disfrutar de lo que se le ofrecía.
Eli
pidió permiso con una mirada y el mismo le fue concedido. Entonces se levantó
del sillón y empezó a caminar por el habitáculo, husmeando entre los estantes.
Había muchos libros de literatura clásica, enciclopedias anticuadas sobre
animales y plantas, alguna que otra novela contemporánea, pero también libros
extraños cuyos títulos no llegaba a comprender. De pronto se topó con una
puerta entreabierta que conducía al piso subterráneo. Sobre la puerta, un
letrero grabado en madera con un texto estampado en dorado rezaba: “Donde
habitan los sueños”. Llena de curiosidad comenzó a bajar las escaleras.
Mientras descendía, empezó a vislumbrar una vasta cantidad de estanterías
dispuestas en hileras. Había mesas de madera maciza, iluminadas débilmente por
lamparillas individuales. Por lo que veía, estaba bastante oscuro ahí abajo. No
terminó de bajar la escalera, cuando una mano se apoyó sobre la suya en la
barandilla: —¿A dónde vas, querida? ¿Sabes que no es de buena educación lo que
estás haciendo? — con una sonrisa forzada, el anciano apretaba cada vez más la
mano de Eli, hasta casi hacerle daño. Esta se sintió muy incómoda, pero de
todos modos se disculpó, retrocediendo y volviendo al piso superior. Sin
embargo, no pudo evitar echar una mirada por encima del hombro a aquel lugar
tan extraño.
Una
vez arriba, el anciano cerró la puerta tras de si, manteniendo la falsa sonrisa
con los dientes muy apretados y mirándola por encima de las gafas. —Disculpe,
no quería ser desagradable — se excusó Eli — de hecho, creo que voy a marcharme.
—No vas a marcharte — le increpó el anciano — No puedes marcharte.
Los
demás invitados la miraban mientras cuchicheaban entre ellos. Eli no podía
creer lo que estaba ocurriendo. —Será mejor que te sientes ahí — dijo el
anciano señalando el sillón que unos minutos antes había estado ocupando. Ella
se acercó, intimidada, y se sentó tratando de hacer el menor ruido posible.
El
grupo continuó como si nada hubiera ocurrido, charlando y comparando sus
análisis de la última obra que habían leído. Alguno alzaba la voz más que otro,
queriendo imponer su opinión sobre la interpretación de uno de los párrafos,
pero por lo demás, mantenían un debate bastante monótono.
Eli
estaba nerviosa. Quería marcharse de ahí cuanto antes, pero ese viejo se había
puesto bastante desagradable y no dejaba de echarle miradas amenazadoras que,
combinadas con falsas sonrisas, lo convertían en un ser grotesco. Ella fingía
atender a la charla mientras pensaba formas de escapar.
Al
rato, pensó que realmente ese anciano no iba a ser capaz de detenerla, pues
ella era más joven y fuerte y la puerta se encontraba a tan solo unos metros.
Quizá si se levantaba y se marchaba sin más, los demás no tendrían tiempo de
hacer nada. Pero por desgracia no fue así. Cuando Eli se levantó, dos de los
hombres allí presentes se dirigieron rápidamente a la puerta para evitar que
escapara. Ella sonrió nerviosa y dijo que había sido un placer, pero que tenía
que marcharse. Entonces el anciano enfureció y gritó: — ¡Te he dicho que no te
vas! — Eli empezó a caminar hacia atrás asustada, acercándose cada vez más a la
pared que había tras de si. Sintió el frío del pomo de la puerta de aquel
extraño almacén en su brazo. Todos la miraban. No lo dudó. Con agilidad se
giró, abrió la puerta bruscamente y bajó los peldaños de dos en dos a toda
velocidad, perdiéndose después entre las hileras de estanterías, corriendo con
todas sus fuerzas. Serpentaba entre estanterías, escabulliéndose. Escuchó las
voces y las pisadas de aquellos que la buscaban, pero cada vez estaban más
lejos, así que fue aminorando la marcha hasta que se detuvo y, apoyándose en
sus rodillas y sin dejar de jadear, fue recuperando el aliento.
Mientras
trataba de controlar la respiración, miró a su alrededor. Estaba sorprendida
por lo inmenso que era aquel lugar. Jamás lo hubiera imaginado: era un paraíso
repleto de libros y más libros. Estanterías kilométricas que llegaban al techo.
Escaleras de madera daban acceso a los libros que estaban en lo más alto. Entre
hileras de estantes, había pequeños habitáculos delimitados por los mismos que
disponían de mesas, probablemente dedicados a la lectura y al estudio.
Se
escondió en uno de esos rincones. En las mesas que estaban tan al fondo, las
lamparillas permanecían apagadas, por lo que había la suficiente oscuridad como
para que no la encontraran a simple vista. Se sentó en el suelo, detrás de la
mesa, apoyada en los libros de uno de los estantes que creaba aquel refugio.
Solo se oía silencio. Eli jadeaba y temblaba, en parte por la adrenalina y en
parte por el miedo a que la encontraran. Estuvo sentada ahí durante varias
horas, pensando en la manera de escapar.
Observaba
el techo de aquel lugar. Recorría las estanterías con la mirada. Se fijó en lo
que había justo frente a ella. Se encontraba la mesa y también la silla. Encima
de la mesa había un libro. Se levantó torpemente, pues después de varias horas
tenía las rodillas entumecidas. Cogió el libro. La tapa era gruesa y de cuero
verde. Lo abrió y empezó a hojearlo, pero no había nada. Las hojas estaban totalmente
en blanco. De la primera a la última. Lo volvió a dejar en su sitio y se
dirigió a una de las estanterías. Cogió otro libro al azar y lo abrió, también
estaba vacío. Revisó muchos libros, todos los que pudo y en ninguno había una
sola letra. Probó con libros de otros pasillos, empezó a revisar en numerosas
estanterías. Y nada.
Quería
irse, ahora más que nunca, pues ni siquiera había una línea que leer ahí. Había
sido un error y ahora no sabía cómo escapar.
Silencio.
Solo
se puede oír la respiración de Eli. Lenta, acompasada. Se ha dado por vencida.
Está sentada contra un estante, de los cientos que hay en este lugar. Ya no
sabe ni por dónde vino, está totalmente perdida en un laberinto de libros en
blanco. Se deja llevar por su propia respiración. Cree que ya no hay nada más
que pueda hacer, tan solo dejarse ir…
Sus
párpados van entrecerrándose, su cabeza está echada hacia un lado. El pelo le
cae sobre la cara, sus manos descansan boca arriba en el suelo. Cada parpadeo
es más y más pesado, hasta que le vence el cansancio y sus ojos se sellan. Un
suspiro la introduce en el sueño. El remolino de pensamientos acaba
desapareciendo, quedando el vacío.
— Son
ladrones de sueños. Los Oniros quieren robarte los sueños.
— ¿Los
Oniros?
—En
todos estos libros estaban escritos los sueños. Los Oniros fueron siempre los
responsables de lo que soñaban los humanos, pero parece que ya no les queda
más. Ahora quieren recuperarlos. Creo que han olvidado su misión, o simplemente
se han cansado. Quieren tus sueños, quieren despojarte de lo que a ellos ya no
les queda. Has llegado aquí porque no puedes dormir. Para ellos, ya no
necesitas tus sueños, por lo que es una buena razón para quitártelos.
De
repente, Eli despertó. Seguía en ese lugar. Una lechuza se alejaba volando
entre las estanterías al mismo tiempo que graznaba.
Tras
ponerse en pie, comenzó a caminar. No sabía bien qué hacer, pero no podía
seguir ahí por mucho tiempo. El estómago ya le rugía, demandando comida. Estaba
agotada y los músculos del cuerpo le suplicaban descanso.
Ya
estaba harta. Ya era suficiente. Tenía que acabar con esta situación de una vez
por todas. ¿De qué servía tener miedo? Si no solucionaba este problema,
probablemente moriría de hambre ahí dentro. Así que, ¿qué podía haber peor que
eso? Decidió que intentaría encontrar la puerta por la cual había entrado a ese
almacén de libros vacíos tan extraño. Y si tenía que enfrentarse a los Oniros,
sin duda, lo haría. Caminaba entre estantes, serpenteando aleatoriamente entre
ellos, pensando que en algún momento tendría que encontrar aquellas escaleras
que llegaban a la puerta. Y ahí estaba, frente a ella. No podía comprender cómo
las había encontrado tan rápido.
Inspiró,
hinchando los pulmones al máximo. Empezó a exhalar el aire muy despacio,
mientras, agarrándose a la barandilla, comenzaba a subir. Aunque estaba
nerviosa, no tenía miedo. Estaba deseando volver a su casa, acariciar a su
gato…
Agarró
el pomo de la puerta y, sin dudarlo, abrió. No pudo evitar cerrar los ojos por
un momento, mientras el mecanismo de la misma se desencajaba del surco en la
madera, desbloqueando el paso.
No oía
nada. Entró en la habitación, donde horas antes habían estado reunidos aquellos
extraños personajes.
No
había nadie.
A unos
pasos se encontraba la puerta que daba a la calle. No esperó más y se dirigió
hacia la misma. Abrió. Aire limpio le entró por las fosas nasales. La luz del
sol le hizo entrecerrar los ojos. No podía creerlo, pero estaba fuera.
Caminó
hacia su casa sin mirar atrás.